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Luandando...


Calles de Luanda- Relato extraído de la novela "El sueño eterno de Kianda" que se publicará próximamente...

Continuó caminando y se adentró en el museque. En unos instantes un olor casi nauseabundo comenzó a abrazarle introduciéndose a través de todos los poros de su cuerpo. El olor no solo se olía, se sentía, se podía agarrar. Una mezcla entre residuos, mierda, basura, aceite y muchos otros objetos difícilmente identificables conseguía crear una atmósfera inaguantable. Pero solo él parecía darse cuenta de aquello. El resto de las personas habían aprendido a convivir con ella y no se extrañaban con su presencia: su preocupación ahora estaba en el suelo. La mitad de la calle era una especie de chapapote negro que se pegaba a las suelas de los zapatos. La otra mitad eran charcos que se extendían hasta donde podía ver. En ellos unos bloques de cemento hacían de pasarela. La organización era casi perfecta. De un lado al otro del charco la gente esperaba y respetaba su turno para cruzar sobre el improvisado puente. Llegó el turno de Fabio y comenzó a caminar sobre los bloques. El miedo a caer se compensaba con la necesidad de mostrar naturalidad al atravesar la pasarela. Mientras saltaba se acordó de un viejo programa de televisión que había visto una vez. En él jóvenes chinos, o japoneses, o coreanos, o lo que fuera, cruzaban un río saltando sobre rocas, unas reales y otras ficticias, intentando no caer al agua. Se sintió por un momento como aquellos chinos, o japoneses, o coreanos, o lo que fuera, que no sabían muy bien si la siguiente piedra sería lo suficientemente firme para aguantar su peso. A mitad del camino sintió una presencia a su lado y se dio cuenta de que alguien le adelantaba caminando por el agua. Giró la cabeza no pudo creer lo que vio: un joven con los pantalones remangados hasta la rodilla transportaba en sus espaldas a un señor trajeado y con maletín, que se abrazaba sobre su cuello. Fabio llegó al otro lado y preguntó al joven “porteador” que esperaba al siguiente cliente.

  • Perdona. ¿Cuánto cuesta cruzar?

El joven le miró un poco extrañado por la pregunta.

  • ¿Que cuánto cuesta? Eso depende…

  • ¿De qué depende?

  • ¿De qué va a depender? ¡Del volumen de la carga!

En ese mismo momento un pesado señor de cuerpo excesivamente voluminoso se acercó a él y le hizo un gesto con la cabeza. El joven flexionó las rodillas y se preparó para cargarlo. Cuando aquel hombre saltó para colocarse sobre su espalda las piernas del joven temblaron por unos instantes antes de comenzar a caminar con dificultad. La imagen era dantesca. El elefante era transportado por la hormiga. El culo gordo e hipopotamil del señor se tensó mientras se acomodaba en las espaldas de su improvisado sherpa. Fabio pensó que con semejante peso no conseguiría llegar al otro lado. En mitad del camino el joven paró un segundo para tomar aire. Miró hacia arriba y dijo con gesto de marcado esfuerzo:

  • Señor, si quiere que continúe va a tener que pagar el doble. Si no, tiene que bajarse aquí.

“Aquí” era exactamente la mitad del charco en su punto más profundo. El agua llegaba prácticamente hasta las rodillas del joven. Los pies del hombre se elevaban torpemente intentando no tocar el barro. Al darse cuenta de lo frágil de su posición, el hombre comenzó a disparatar contra el joven que permanecía muy serio y determinado a dejar a aquel hipopótamo en medio de aquella laguna de mierda. Al fin y al cabo su hábitat, pensó Fabio con una sonrisa en los labios. Por unos segundos Fabio tuvo la impresión, y tal vez más el deseo, de que aquel hombre iba a ser depositado indelicadamente en las profundidades del charco. Pero la razón en esta ocasión pudo más que el corazón y la ley de la naturaleza impuso sus criterios de supervivencia: pagar el doble era mucho menos que caer allí mismo derrotado.


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